Por Darío Zarco
En 20 años de poder a escala nacional, el kirchnerismo no generó descendencia genuina. Después de Néstor Kirchner y Cristina Fernández se agotaron los nombres propios.
En su última visita a Chaco, Cristina describió como un gesto de generosidad política haber ungido a Alberto Fernández como candidato a presidente de la Nación en 2019, a pesar de estar convencida de su ineptitud.
Dijo que lo extrajo de un menú en el que todas las otras opciones eran más votables, y mencionó 2; “Emilio Pérsico, que viene de los movimientos sociales”, y “Sergio Massa, que tiene partido propio y ya fue candidato a presidente”.
Pero la elección de Alberto no fue un gesto de generosidad de su parte, sino todo lo contrario: puro egoísmo. Ella sabía que encargarle el poder a un dirigente con ambiciones personales y peso propio equivaldría a soltar definitivamente el mango.
Esta cuarta versión de gobierno kirchnerista nació con muerte cerebral y pasó 4 años conectado. Se pensó que sería bicéfalo, pero entre Alberto que nunca mostró signos vitales y Cristina que se declaró una ornamenta más en el Senado, terminó sin cabeza.
Hoy el kirchnerismo va a las urnas haciendo equilibrio en la cornisa y decidido a dar un paso al frente votando a Massa, el ministro de Economía que vino a bajar la inflación pero la triplicó. Para consolarse, promocionó al candidato opositor Javier Milei, como “un salto al vacío”.
Paradójicamente, Milei es el paracaídas que le permitiría al kirchnerismo seguir vivo. Un triunfo de Milei lo convertirá en oposición de la que podrá volver la próxima vez. Pero si gana Massa no habrá próxima.