Las joyas de la abuela

Por Darío Zarco |

Es conocida la afición de Cristina por los bolsos. Cuanto más costosos, mejor. Como diría ella: “No es adjetivo, es descripción”.

El jueves volvió a mostrarse en público. Encabezó un acto para dirigentes y militantes kirchneristas, cristinistas de pedigrí, en el Teatro Argentino de La Plata.

Fue para evocar las elecciones de 2003, que ganó Carlos Menem pero que al renunciar a la segunda vuelta puso en la Presidencia de la Nación a Néstor Kirchner.

En otro capítulo de revisionismo histórico criticó la convertibilidad que abrazó durante la década menemista, y le trazó parentescos con la dolarización que propone un sector de la oposición. Culpó al resto por la inflación y se desentendió del Gobierno que encabeza con Alberto Fernández, el tipo que recomendó como salvador hace 4 años.

“Tengo miedo que mis nietos tengan que vivir en un país injusto y desigual”, dijo para asustar a todos frente al riesgo de una derrota electoral. En esa parte del discurso debía llorar, pero no pudo.

Los niños deberían saber que en este país injusto y desigual, su abuelo fue intendente, gobernador y 4 años presidente. Y que su abuela fue diputada provincial, diputada nacional, convencional constituyente, senadora, 8 años presidente y 4 años vice. Y que ambos fueron ponderados como “estadistas” y popes de la clase política, líderes de un proyecto nacional y popular y, sin embargo y evidentemente, no pudieron revertir las cosas.

Tan es así que en este país hay jubilados y pensionados que nunca ganaron ni para los remedios, mientras otros, como ella, amarrocan un montón de millones de sueldo de privilegio por su paso por la función pública que sigue transitando.

Entre tanta desigualdad, interpretó que el capitalismo ya no es lo que era. Que ya no es una ideología sino la búsqueda del modo de producción más eficiente, y que el Estado debería agarrar la brújula de ese proceso. Ergo: un giro discursivo de 180°.

Y lo ilustró con la visión del hombre más rico del mundo: Bernard “Artual” (Arnault), “un francés dueño de Gucci, Cristian Dior… de todas las marcas de lujo, que le vente a los ricos”.

Cuando comenzó la pandemia Arnault, dueño de LVMH (Louis Vuitton Moët Hennessy) tenía una fortuna de 76 mil millones de dólares y en 3 años la triplicó.

Todos queremos ser como él, pero ella lo puso como mal ejemplo: “Esto significa una modificación y una profundización de la concentración del ingreso. Nada bueno puede salir de eso finalmente”, dijo, ignorando al vulgo convencido de que “el que le roba al ladrón tiene 100 años de perdón”.

Se entiende la bronca: reconoce unos cuantos dólares suyos en la montaña que levantó “Artual”, el vendedor de los bolsos que le gustan, con los que se lució en giras internacionales durante su presidencia.

Su estilo royal no es casual. Entre sus bolsos hay un Lady Dior, que fue estrenado por Diana de Gales cuando se llamaba “Chouchou” y aún no había salido a la venta. Un obsequio de la entonces primera dama de Francia a la princesa en una visita a ese país en 1995.

Poco después Lady Di lo gastó en un viaje a Argentina tras la reelección de Carlos Menem. Bajó del avión con él y nunca lo soltó, mucho menos en el almuerzo con el Presidente en Olivos.

Era tal su fanatismo por el bolsito que la marca decidió lanzarlo con su nombre. Desde entonces es un ícono de la moda mundial. De piel de cordero, con una trama acolchada de diseño y tecnología exclusivos, y las D, i, o y erre doradas colgando enhebradas en una manija que le dan ese toque.

Una ricachona que se precie de tal debería tener el suyo. Cristina lo tiene, aunque a diferencia de Diana que prefirió el pequeño, ella lo pidió large.

A la hora del discurso de Cristina su Lady Dior costaba 5.700 euros, o 6.270 dólares, o 3.100.000 pesos, o 2 toneladas y media de carne (para los que no imaginan tanta plata).

Iván y Emilia, hijos de Máximo, tienen 9 y 6 años; y Helena, hija de Florencia, 7. En un país tan desigual como éste, aún si Cristina tuviera sólo 3 carteras, vacías y todo, sus nietos tendrían el futuro asegurado. Por eso no lloró: no hay de qué temer.